(Post contribuido por Marie Arana, oriunda del Perú, historiadora, periodista, y ex-editora de libros del diario estadounidense The Washington Post. Actualmente, es directora literaria de la Biblioteca del Congreso.)
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Hace doscientos años, justo en la cúspide de julio y agosto, un hombre transformó la suerte de la liberación en Hispanoamérica. Había aparecido en la vertiginosa cordillera para sorprender al virreinato de Nueva Granada y atacar por donde nadie esperaba una invasión.
Un grupo de rebeldes de Nueva Granada lo oyeron antes de verlo: el ruido de los cascos golpeando continuamente la tierra como el latir de un corazón, urgente como una revolución. Cuando surgió del bosque veteado por el sol, apenas pudieron distinguir la figura en el magnífico caballo. Era pequeño, delgado. Una capa negra ondeaba sobre sus hombros.
Los rebeldes seguían el camino contrario. Lo observaron con desasosiego. Los cuatro habían estado cabalgando hacia el norte, esperando cruzarse con un realista que huía en la otra dirección, alejándose de la batalla de Boyacá. El 7 de agosto, los españoles habían sido sorprendidos por un ataque relámpago de los revolucionarios —descalzos, con ojos desorbitados—que bajaron de los Andes como un enjambre. Los españoles huían, dispersándose por el paisaje como un rebaño ciervos asustados.
«Aquí viene uno de esos perdedores malnacidos», dijo Hermógenes Maza, el general rebelde al mando. Espoleó su caballo y siguió cabalgando. «¡Alto! —gritó—. ¿Quién anda allí?»
El jinete simplemente avanzó, ignorándolo. Cuando el extraño se acercó lo suficiente para mostrar nítida e inequívocamente sus rasgos, se volvió fríamente y le lanzó una mirada al general rebelde. «¡Soy yo!—gritó el hombre—. No seas tonto, hijo de puta».
Maza quedó boquiabierto. Bajó su lanza y dejó pasar al jinete.
Y así fue como Simón Bolívar entró a Santa Fe de Bogotá, capital del Nuevo Reino de Granada, en la sofocante tarde del 10 de agosto de 1819—tres días después de la batalla de Boyacá.
Menos de dos semanas después, sentado en el palacio abandonado por el virrey, Bolívar escribió al gobernador militar de Neiva, una de las provincias liberadas por la batalla. En una mano apresurada, pidió un envío urgente de azufre para la muy necesitada pólvora de la revolución. Los españoles habían destrozado todos los arsenales en su fuga rápida de la capital. Esa carta, escrita y firmada en puño y letra del Libertador, ahora reside en la Biblioteca del Congreso, una de las mas ricas colecciones latinoamericanas en el mundo. Da testimonio vivo del instinto militar de Bolívar.
No había sido fácil llegar a Bogotá. Bolívar había pasado treinta y seis días recorriendo las llanuras inundadas de Venezuela y seis días marchando sobre las vertiginosas nieves de los Andes. Para el momento en que alcanzó el gélido paso, a tres mil novecientos metros, llamado Páramo de Pisba, sus hombres a duras penas estaban vivos, iban mal vestidos y se daban palmadas para recuperar su deficiente circulación. Había perdido a un tercio de ellos a causa de las heladas o el hambre, la mayor parte de sus armas debido al óxido y hasta el último caballo por la hipotermia. Aun así, a medida que él y sus desaliñadas tropas bajaban tambaleándose por los peñascos, deteniéndose en los pueblos del camino, había reunido suficientes nuevos reclutas y provisiones para obtener una victoria contundente que, con el tiempo, vincularía su nombre a los de Napoleón y Aníbal. A medida que las noticias de su triunfo se propagaban, las esperanzas de los rebeldes se aceleraron y los españoles sintieron una fría punzada de miedo.
La liberación de la Nueva Granada llegó con rapidez solo unos días después de que el último de los soldados de Bolívar descendiera de las cumbres nevadas de Pisba. Un indicador del genio de Bolívar era que su ejército no hubiera encontrado resistencia; la prueba ahora sería lanzar a ese mismo ejército a una guerra victoriosa.
Con la batalla de Boyacá el equilibrio del poder cambió enteramente. A media mañana de ese día fatídico, el 7 de agosto del 1819, el ejército del Libertador se había apostado cerca del puente de Boyacá, en una colina que vigilaba el camino a la capital, Bogotá. A las dos de la tarde apareció el ejército realista. El brigadier español envió una avanzada asumiendo que la fila de patriotas que había visto sobre el lejano risco era tan solo un grupo de observadores. Ordenó a su segundo al mando que los espantara, para que el cuerpo principal de sus tropas —tres mil hombres fuertes— pudiera pasar. Pero Bolívar aceleró la marcha patriota y en poco tiempo todo su ejército —oleada tras oleada de rugientes soldados— cruzó la colina. A las cuatro en punto lo habían logrado. El comandante español, desesperado, intentó retirarse a una colina para reagrupar sus fuerzas, pero para entonces su ejército había sido devastado: doscientos hombres yacían muertos a campo abierto, el resto estaba desorganizado. Cuando la caballería de los rebeldes subió a la colina con las lanzas ensangrentadas, los españoles depusieron las armas. Esa tarde, apresaron a mil seiscientos realistas. La batalla había durado dos horas.
La capital del virreinato fue la primera en reaccionar. Al enterarse del avance de Bolívar, los agentes de la Corona abandonaron sus casas, posesiones y negocios. Familias enteras huyeron con poco más que las ropas que llevaban puestas. Maza escuchó las ensordecedoras detonaciones cuando los soldados españoles destruyeron sus arsenales y huyeron hacia los cerros. Incluso el cruel y malhumorado virrey, Juan José de Sámano, disfrazado de humilde indígena con una ruana y un sombrero sucio, abandonó la ciudad presa del pánico. Sabía que la venganza de Bolívar sería rápida y severa. «¡Guerra a muerte!», había sido la consigna del Libertador. Cuando Bolívar supo de la evacuación, saltó sobre su caballo, ordenó a sus edecanes que lo siguieran y avanzó prácticamente solo hacia el palacio virreinal.
Aunque Maza había combatido al lado del Libertador años atrás, ahora difícilmente reconocía al hombre que pasaba frente a él. Estaba demacrado, sin camisa, con el pecho desnudo bajo una harapienta chaqueta azul. Debajo de la gastada gorra de cuero, la cabellera era larga y gris. La piel estaba áspera por el viento y bronceada por el sol. Los pantalones, antes de un escarlata oscuro, se habían desteñido a rosa mate; la capa, que le servía de cama, estaba manchada por el tiempo y el barro.
Tenía treinta y seis años y, aunque la enfermedad que le quitaría la vida ya circulaba por sus venas, parecía animado y fuerte, lleno de una energía ilimitada. Por nueve años había luchado por su revolución.
La batalla de Boyacá fue uno de los momentos más decisivos de las guerras de la independencia. En el informe oficial al Ministerio de Guerra de España, el general Pablo Morillo, el español más importante de esas colonias americanas, lo resumiría así:
El sedicioso Bolívar ha ocupado inmediatamente la capital de Santa Fe, y el fatal éxito de esta batalla ha puesto a su disposición todo el reino y los inmensos recursos de un país muy poblado, rico y abundante, de donde sacará cuanto necesite para continuar la guerra… en un solo día, Bolívar acaba con el fruto de cinco años de campaña, y en una sola batalla reconquista lo que las tropas del Rey ganaron en muchos combates.
La carta escrita por Bolívar pidiendo municiones inmediatas para poder continuar la guerra, proteger su ejercito, y derrotar a los españoles—aun después de una victoria resonante—sirve como un testimonio revelador de la estrategia y diligencia de un prócer incomparable. La nota de Bolívar fue donada a la Biblioteca del Congreso en 1942 y ahora forma parte de la colección de la División de Manuscrito.
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